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EL ARTE DE PERDONAR. JUTTA BURGGRAF* El arte de convivir está estrechamente relacionado con la capacidad de pedir perdón y de perdonar. Todos somos débiles y caemos con frecuencia. Tenemos que ayudarnos …Más
EL ARTE DE PERDONAR.

JUTTA BURGGRAF*

El arte de convivir está estrechamente relacionado con la capacidad de pedir perdón y de perdonar. Todos somos débiles y caemos con frecuencia. Tenemos que ayudarnos mutuamente a levantarnos siempre de nuevo. Lo conseguimos, muchas veces, a través del perdón.

UNA REFLEXIÓN PREVIA


Cuando hablamos del auténtico perdón, nos movemos en un terreno profundo. Consideramos una herida en el corazón, causada por la libre actuación de otro. Todos sufrimos, de vez en cuando, injusticias, humillaciones y rechazos; algunos tienen que soportar diariamente torturas, no sólo en una cárcel, sino también en un puesto de trabajo o en la propia familia. Es cierto que nadie puede hacernos tanto daño como los que debieran amarnos. “El único dolor que destruye más que el hierro es la injusticia que procede de nuestros familiares,” dicen los árabes.

No sólo existe la ruptura tajante de las relaciones humanas. Hay muchas formas distintas de infidelidad y corrupción. El amor se puede enfriar por el desgaste diario, por desatención y estrés, puede desaparecer oculta y silenciosamente. Hasta matrimonios aparentemente muy unidos pueden sufrir “divorcios interiores”: viven exteriormente juntos, sin estar unidos interiormente, en la mente y en el corazón; conviven soportándose.

Frente a las heridas que podamos recibir en el trato con los demás, es posible reaccionar de formas diferentes. Podemos pegar a los que nos han pegado, o hablar mal de los que han hablado mal de nosotros. Es una pena gastar las energías en enfados, recelos, rencores, o desesperación; y quizá es más triste aún cuando una persona se endurece para no sufrir más. Sólo en el perdón brota nueva vida.

De dioses y hombres -Des hommes et des dieux.

El perdón consiste en renunciar a la venganza y querer, a pesar de todo, lo mejor para el otro. La tradición cristiana nos ofrece testimonios impresionantes de esta actitud. No sólo tenemos el ejemplo famoso de San Esteban, el primer mártir, que murió rezando por los que le apedreaban. En nuestros días hay también muchos ejemplos. En 1994 un monje trapense llamado Christian fue matado en Argelia junto a otros monjes que habían permanecido en su monasterio, pese a estar situado en una región peligrosa. Christian dejó una carta a su familia para que la leyeran después de su muerte. En ella daba gracias a todos los que había conocido y señalaba: “En este gracias por supuesto os incluyo a vosotros, amigos de ayer y de hoy... Y también a ti, amigo de última hora, que no habrás sabido lo que hiciste. Sí, también por ti digo ese gracias y ese adiós cara a cara contigo. Que se nos conceda volvernos a ver, ladrones felices, en el paraíso, si le place a Dios nuestro Padre.”1

El retorno del hijo pródigo, de Rembrandt.

Pensamos, quizá, que estos son casos límites, reservados para algunos héroes; son ideales bellos, más admirables que imitables, que se encuentran muy lejos de nuestras experiencias personales. ¿Puede una madre perdonar jamás al asesino de su hijo? Podemos perdonar, por lo menos, a una persona que nos ha dejado completamente en ridículo ante los demás, que nos ha quitado la libertad o la dignidad, que nos ha engañado, difamado o destruido algo que para nosotros era muy importante? Éstas son algunas de las situaciones existenciales en las que conviene plantearse la cuestión.

I. ¿QUÉ QUIERE DECIR “PERDONAR”?

¿Qué es el perdón? ¿Qué hago cuando digo a una persona: “Te perdono”?


Es evidente que reacciono ante un mal que alguien me ha hecho; actúo, además, con libertad; no olvido simplemente la injusticia, sino que rechazo la venganza y los rencores, y me dispongo a ver al agresor como una persona digna de compasión. Vamos a considerar estos diversos elementos con más detenimiento.

1. Reaccionar ante un mal

En primer lugar, ha de tratarse realmente de un mal para el conjunto de mi vida. Si un cirujano me quita un brazo que está peligrosamente infectado, puedo sentir dolor y tristeza, incluso puedo montar en cólera contra el médico. Pero no tengo que perdonarle nada, porque me ha hecho un gran bien: me ha salvado la vida. Situaciones semejantes pueden darse en la educación. No todo lo que parece mal a un niño es nocivo para él, ni mucho menos. Los buenos padres no conceden a sus hijos todos los caprichos que ellos piden; los forman en la fortaleza. Una maestra me dijo en una ocasión: “No me importa lo que mis alumnos piensan hoy sobre mí. Lo importante es lo que piensen dentro de treinta años.” El perdón sólo tiene sentido, cuando alguien ha recibido un daño objetivo de otro.

Por otro lado, perdonar no consiste, de ninguna manera, en no querer ver este daño, en colorearlo o disimularlo. Algunos pasan de largo las injurias con las que les tratan sus colegas o sus cónyuges, porque intentan eludir todo conflicto; buscan la paz a cualquier precio y pretenden vivir continuamente en un ambiente armonioso. Parece que todo les diera lo mismo. “No importa” si los otros no les dicen la verdad; “no importa” cuando los utilizan como meros objetos para conseguir unos fines egoístas; “no importan” tampoco el fraude o el adulterio. Esta actitud es peligrosa, porque puede llevar a una completa ceguera ante los valores. La indignación e incluso la ira son reacciones normales y hasta necesarias en ciertas situaciones. Quien perdona, no cierra los ojos ante el mal; no niega que existe objetivamente una injusticia. Si lo negara, no tendría nada que perdonar.2

Si uno se acostumbra a callarlo todo, tal vez pueda gozar durante un tiempo de una aparente paz; pero pagará finalmente un precio muy alto por ella, pues renuncia a la libertad de ser él mismo. Esconde y sepulta sus frustraciones en lo más profundo de su corazón, detrás de una muralla gruesa, que levanta para protegerse. Y ni siquiera se da cuenta de su falta de autenticidad. Es normal que una injusticia nos duela y deje una herida. Si no queremos verla, no podemos sanarla.

Entonces estamos permanentemente huyendo de la propia intimidad (es decir, de nosotros mismos); y el dolor nos carcome lenta e irremediablemente. Algunos realizan un viaje alrededor del mundo, otros se mudan de ciudad. Pero no pueden huir del sufrimiento. Todo dolor negado retorna por la puerta trasera, permanece largo tiempo como una experiencia traumática y puede ser la causa de heridas perdurables. Un dolor oculto puede conducir, en ciertos casos, a que una persona se vuelva agria, obsesiva, medrosa, nerviosa o insensible, o que rechace la amistad, o que tenga pesadillas. Sin que uno lo quiera, tarde o temprano, reaparecen los recuerdos. Al final, muchos se dan cuenta de que tal vez, habría sido mejor, hacer frente directa y conscientemente a la experiencia del dolor. Afrontar un sufrimiento de manera adecuada es la clave para conseguir la paz interior.

2. Actuar con libertad

El acto de perdonar es un asunto libre. Es la única reacción que no re-actúa simplemente, según el conocido principio “ojo por ojo, diente por diente.”3 El odio provoca la violencia, y la violencia justifica el odio. Cuando perdono, pongo fin a este círculo vicioso; impido que la reacción en cadena siga su curso. Entonces libero al otro, que ya no está sujeto al proceso iniciado. Pero, en primer lugar, me libero a mí mismo. Estoy dispuesto a desatarme de los enfados y rencores. No estoy “re-accionando”, de modo automático, sino que pongo un nuevo comienzo, también en mí.

Superar las ofensas, es una tarea sumamente importante, porque el odio y la venganza envenenan la vida. El filósofo Max Scheler afirma que una persona resentida se intoxica a sí misma.4 El otro le ha herido; de ahí no se mueve. Ahí se recluye, se instala y se encapsula. Queda atrapada en el pasado. Da pábulo a su rencor con repeticiones y más repeticiones del mismo acontecimiento. De este modo arruina su vida.

Los resentimientos hacen que las heridas se infecten en nuestro interior y ejerzan su influjo pesado y devastador, creando una especie de malestar y de insatisfacción generales. En consecuencia, uno no se siente a gusto en su propia piel. Pero, si no se encuentra a gusto consigo mismo, entonces no se encuentra a gusto en ningún lugar. Los recuerdos amargos pueden encender siempre de nuevo la cólera y la tristeza, pueden llevar a depresiones. Un refrán chino dice: “El que busca venganza debe cavar dos fosas.”

En su libro Mi primera amiga blanca, una periodista norteamericana de color describe cómo la opresión que su pueblo había sufrido en Estados Unidos le llevó en su juventud a odiar a los blancos, “porque han linchado y mentido, nos han cogido prisioneros, envenenado y eliminado.”5 La autora confiesa que, después de algún tiempo, llegó a reconocer que su odio, por muy comprensible que fuera, estaba destruyendo su identidad y su dignidad. Le cegaba, por ejemplo, ante los gestos de amistad que una chica blanca le mostraba en el colegio.

Poco a poco descubrió que, en vez de esperar que los blancos pidieran perdón por sus injusticias, ella tenía que pedir perdón por su propio odio y por su incapacidad de mirar a un blanco como a una persona, en vez de hacerlo como a un miembro de una raza de opresores. Encontró el enemigo en su propio interior, formado por los prejuicios y rencores que le impedían ser feliz.

Las heridas no curadas pueden reducir enormemente nuestra libertad. Pueden dar origen a reacciones desproporcionadas y violentas, que nos sorprendan a nosotros mismos. Una persona herida, hiere a los demás. Y, como muchas veces oculta su corazón detrás de una coraza, puede parecer dura, inaccesible e intratable. En realidad, no es así. Sólo necesita defenderse. Parece dura, pero es insegura; está atormentada por malas experiencias.

Hace falta descubrir las llagas para poder limpiarlas y curarlas. Poner orden en el propio interior, puede ser un paso para hacer posible el perdón. Pero este paso es sumamente difícil y, en ocasiones, no conseguimos darlo. Podemos renunciar a la venganza, pero no al dolor. Aquí se ve claramente que el perdón …